martes, 14 de agosto de 2012



La vejez no es para flojos                                CURSO DE INDUCCIÓN
PARA ESTUDIANTES DE PRIMER SEMESTRE

MODULO III
ESTRATEGIAS DE APRENDIZAJE

Unidad de aprendizaje III: Resolviendo casos y problemas
Estrategias para la adquisición de competencias: estudio y solución de casos
- Problemas (Aprendizaje Basado en Problemas)
Proyectos
Características, requerimientos. El papel del estudiante y del profesor

El propósito es desarrollar en el estudiante normalista competencias para la resolución de problemas, se utilizarán procedimientos heurísticos para el análisis de casos. En esta unidad se pretende desarrollar la capacidad analítica, el pensamiento crítico y la creatividad en la propuesta de alternativas de solución, entre otras.
Adicionalmente, el Módulo busca favorecer la adquisición de competencias para el trabajo colaborativo y el uso de las tecnologías de la información.


Competencias  genéricas a las que contribuye
Usa su pensamiento crítico y creativo para la solución de problemas y la toma de decisiones
Aprende de manera permanente
Aplica sus habilidades comunicativas en diversos contextos
Emplea las tecnologías de la información y la comunicación

Unidad de competencia
Resuelve problemas creativamente, aplicando su capacidad de abstracción, análisis y síntesis.

CASO: LA VEJEZ NO ES PARA LOS FLOJOS.

Keela yacía inmóvil, sus ojos oscuros reflejaban el dolor que sentía. Cada vez que me acercaba para tocarla, gemía y me miraba como diciendo: ayúdame, por favor, ayúdame. Yo no `podía soportarlo. Sabía que mi perra se moría y que la mejor decisión que podía tomar mi familia era sacrificarla. Sin embargo, seguía esperando que un milagro reviviera a mi perra y le permitiera correr y jugar un día más- ¿Por qué los perros y las personas tenían que envejecer y morir?

Keela entró a formar parte de la familia antes de que yo naciera, de modo que en realidad era el primer hijo de la familia, era la más pequeña de una camada de cuatro perros esquimales, la única que quedaba cuando mamá y papá contestaron el aviso que decía Se venden cachorros de perro esquimal de tres meses. Papá le dijo a mamá que el cachorro más pequeño de una camada no era una buena inversión. Probablemente sería un animal enfermizo y no viviría mucho tiempo, pero Keela, cuyos enternecedores ojos oscuros parecía como si llevaran anillos negros pintados a su alrededor, metió su nariz fría y húmeda en el oído de mamá y eso bastó. Ella no escuchó ni una sola palabra de lo que decía papá sobre la salud y la longevidad, hicieron un cheque por doscientos cincuenta dólares y lo entregaron al criador de perros. Mamá tomó en brazos a Keela y la metió al auto. De algún modo, la perra sabía que iba camino a su casa.

Los perros tienen un ciclo de crecimiento distinto al de las personas. Cuando Keela cumplió un año ya había alcanzado la talla de un animal adulto, aunque en muchos aspectos seguía siendo un cachorro. No era un perro grande, como un collie, pero tampoco pequeño como el de esas razas diminutas que no superan el tamaño de un gato. Cuando yo era pequeño su tamaño era mayor que el mío, pero cuando cumplí los diez años me llegaba a las rodillas. Por supuesto, cuando se paraba sobre sus patas traseras aun podía apoyar las delanteras en mis hombros y lamerme la cara.

Se dice que cada año de vida de un perro equivale a siete años de vida de un ser humano. Por lo tanto, cuando yo nací, Keela tenía el equivalente de 22 años humanos, o sea que tenía edad suficiente para ser algo así como una hermana mayor. En los recuerdos de mi niñez, siempre aparece Keela, no puedo ni imaginar cómo hubiera sido mi familia sin ella....

Antes de que naciera mi hermano, la perra era mi amiga y compañera inseparable. Recuerdo cómo era en esa época. Aunque mi hermano era el peor niño que el destino haya enviado a una familia, Keela le brindó generosamente su afecto. Mickey no entendía nada de perros. Le tiraba la cola o las orejas o trataba de treparse a su lomo para que lo llevara a pasear, pero a la perra esto no parecía importarle. Supongo que lo aceptaba porque era parte de nuestra familia.

Cuando estaba en segundo grado, resultaba claro para Keela que yo era su amo, más que ningún otro miembro de la familia. Yo era quien le daba de comer todas las mañanas, jugábamos en el parque con el disco volador y también la llevaba conmigo a mis sesiones de entrenamiento para que me viera jugar fútbol, y, por supuesto, era en mi cama en donde dormía todas las noches. Salvo, claro está, cuando mi madre entraba en el dormitorio, la veía y le ordenaba que se bajara. Pero incluso entonces lo que hacía era bajarse de un salto, sentarse en la alfombra y esperar que mi madre se fuera, para volver a treparse la cama. Por la mañana, lo primero que veía al abrir los ojos era su lustroso pelaje gris y negro. Un hecho curioso es que, cuando uno vive con otras personas, prácticamente no nota su crecimiento. Mi abuela, por ejemplo, a la que solamente vemos dos veces por año, siempre nos señala cuánto hemos crecido y mi madre dice: no me había dado cuenta. Luego nos hace parar contra la pared de la cocina en la que ha ido marcando nuestra estatura desde que aprendimos a caminar. Señalando a Keela, la abuela comenta: Y mira a Keela. ¿Qué tiene?, dice mamá. Nada, pero veo que su pelo negro está empezando a ponerse gris, y también tiene pelo gris alrededor de la boca. Se está poniendo vieja, vieja como yo.

Es curioso que la abuela dijera eso, porque cuando lo hizo y observé con cuidado, vi que tenía la cabeza completamente canosa, pero no lo había notado.

Yo estaba en sexto grado cuando, por primera vez, Keela se enfermó de verdad. Cuando me levanté esa mañana, Keela no estaba en mi cama ni debajo de ella: ni siquiera estaba en la habitación. La encontré hecha un ovillo en un rincón de la cocina, cerca de la estufa.

¿Qué te pasa, Keela? ¿Qué te pasa, muchacha? Me incliné, le di unas palmaditas en la cabeza y noté que temblaba. Yo no quería ir a la escuela ese día, pero mamá dijo que iba a llevar a Keela a la veterinaria. En la escuela estaba preocupado y no podía concentrarme en nada; cuando en la clase el profesor nos hizo una pregunta sobre los ríos de Québec tuvo que reprenderme por no prestar atención. El no sabía lo importante que era mi perra, más que los ríos de Québec.

Mamá me esperó en la parada del autobús. Pienso que sabía que estaba preocupado. Puso su brazo en mi hombro y caminamos hasta la casa. Si las noticias iban a ser malas prefería no oírlas.

Va a estar bien, me dijo con una voz que reflejaba cierta duda. Cómo sabes, Keela se está poniendo vieja y tiene algo que afecta a menudo a las personas viejas y los perros viejos. Se llama diabetes. Significa que algo anda mal en la forma en que su cuerpo metaboliza los carbohidratos, es decir, los azúcares y las féculas.

¿Se va a morir? pregunté balbuceante. Hablar me costaba un enorme esfuerzo. Sentía la lengua gruesa como un guante de béisbol. No, no. Mi madre me apretó el hombro. Uno no muere de diabetes si cuida su dieta. Solo tenemos que vigilar su comida, no más dulces, no más sobras de la mesa. Solo la comida para perros y, por supuesto, todos los huesos que quiera.

Me alejé corriendo de mi madre y entré en la cocina. Keela estaba aun enroscada junto a la estufa de gas, pero al menos levantó la cabeza cuando me vio entrar. Apoyé la cabeza en su cuello y le susurré al oído. Por primera vez tuve clara conciencia de que se ponía vieja y de que un día llegaría a casa y ella ya no estaría allí. Mientras tanto, la doctora la había puesto a dieta, le había prescrito un suplemento vitamínico que debía tomar con las comidas. Yo no sabía que los perros tomaban vitaminas pero si éstas le iban a mantener saludable, yo estaba a favor.

Para entonces no necesitaba que mi abuela nos recordara en sus visitas que nos estábamos volviendo más altos y más viejos para darme cuenta de que Keela ya no era joven. No podía correr muy rápido y, cuando jugábamos con el disco volador, no podía saltar tan alto ni jugar durante tanto tiempo como antes. También noté que sus patas se torcían un poco. Cuando la llevamos al consultorio de la doctora para su revisión semestral ésta notó que Keela tenía una artritis incipiente. La artritis es una enfermedad que ataca a las personas y a los perros viejos y afecta las articulaciones de las caderas, rodillas y dedos. Al inflamarse, causan dolor y pérdida de movilidad. Keela tenía entonces quince años perrunos y ciento cinco años humanos. Era una perra vieja.

La doctora, después de revisarla opinó que su estado era satisfactorio y nos dijo que si la artritis le producía molestias podíamos darle aspirina. Cuando le pregunté si debíamos tomar alguna precaución especial respecto del ejercicio contestó que la perra podía juzgar mejor que nadie lo que estaba en condiciones de hacer. Si se siente bien, correrá y jugará contigo. Si no, ya verás que no lo hace. Es así de simple. Deja que ella te diga cómo se siente.

Asentí con un movimiento de cabeza.

En los tres años que siguieron pasé de la escuela primaria a la secundaria y comencé a participar en un gran número de actividades extracurriculares por lo que estaba mucho tiempo fuera de casa. Sin embargo, seguía ocupándome de la comida y las vitaminas de Keela por la mañana. Mamá la vigilaba todos los días y por las tardes en que yo no estaba, con ayuda de mi hermano.

Es curioso lo que sentía al ver cómo mi perra se deslizaba cuesta abajo hacia la vejez. No puedo explicarlo, pero no quería mirarla, no sé si porque ya no era la perra que yo amaba sino un ser viejo y decrépito que daba vueltas por la casa y se echaba junto a la estufa o porque no podía soportar verla en ese estado. La evitaba tanto como era posible. Todos sabíamos que tenía los días contados, pero casi no hablábamos de ello.

Mamá dijo que mientras no sufriera mucho y disfrutara de su comida, seguiríamos cuidándola y queriéndola. A mí me pareció bien.

Un día que estaba en la biblioteca estudiando para un examen reparé en un libro que hablaba sobre el envejecimiento. Lo tomé del estante y me puse a hojearlo. Cuando uno envejece, decía el libro, se producen en el cuerpo y en su funcionamiento diversos cambios relacionados con el proceso natural de deterioro que sobreviene con la edad. Se observan cambios en el aspecto, como las arrugas de la piel y la pérdida del cabello, huesos porosos, débiles y propensos a las fracturas; disminución de la masa muscular, deterioro de las articulaciones, pérdida de piezas dentales, disminución de la eficiencia cardiovascular, deterioro de la visión y la audición, pérdida de la memoria.

Cerré el libro y lo devolví al estante, pensando: ¡Demonios, ciertamente la vejez no es para los flojos¡

Lo que le sucedía a mi perra era que presentaba alguna de esas afecciones propias del envejecimiento y de nada servía que cerrara los ojos para no enterarme. Eso era lo que le pasaba a la gente y a los perros cuando envejecían, también me pasaría a mí, pero no en los próximos cien años o algo así. Entender el envejecimiento no me ayuda a aceptarlo, seguí evitando a Keela; incluso pensé que empezaba a tener un olor extraño.

Llegó el momento en que Keela ya no se levantaba. Permanecía echada en el suelo, inmóvil. Me acerqué a ella y vi el dolor reflejado en sus ojos, Keela no entendía lo que le pasaba y yo no podía explicárselo. Traté de decirle con la mirada que lamentaba no haber sido un buen amigo para ella en su vejez. Esperaba que lo comprendiera, pero no me sentía muy seguro de ello.

Mamá nos hizo sentar, a mi hermano y a mí, a la mesa de la cocina. Esta decisión la tiene que tomar la familia, dijo. No la voy a tomar yo sola. Es necesario que todos estemos de acuerdo. Pero sé que lo más humanitario es hacer que Keela se duerma para siempre, es una crueldad dejarla sufrir. MI hermano se levantó de golpe y derribó su silla con gran estruendo. No me importa, dijo. Pero se notaba que le importaba mucho.

¿No hay alguna posibilidad de que se cure?, pregunté, mirando a mamá y esperando que hiciera un milagro. Querido, Keela tiene ciento treinta y tres años humanos. Ha tenido una buena vida, la hemos amado y ella a nosotros. Es tiempo de dejarla partir. Las lágrimas acudieron a mis ojos y resbalaron por mi cara en un torrente de dolor. Como atontado, asentí con un movimiento de cabeza, apenas perceptible.

La doctora vino a casa y todos acariciamos a Keela mientras le aplicaban la inyección que pondría fin a su sufrimiento. Cuando todo terminó corrí al jardín me abracé de un árbol y lloré. Esa tarde, mi hermano, mamá y yo cavamos un hoyo junto a un cedro y enterramos a nuestra perra, ¿Por qué no podía vivir cinco, diez, quince años más? ¿Por qué la gente y los perros tienen que envejecer y enfermarse? No es justo.

Adaptado de Wasserman, Inés.( 1999)
El estudio de casos como método de enseñanza.
Amorrortu editores, Argentina.



PREGUNTA PARA EL ANÁLISIS Y DISCUSIÓN:
SI FUERAS EL DUEÑO DE KEELA ¿QUÉ DECISIÓN TOMARÍAS Y POR QUÉ?